Por Arturo Alvar
Estudiante de Sociología en la UAM-Azcapoztalco
xelhuantzi73@hotmail.com
para mis compañeros de Pez Volador
Estudiante de Sociología en la UAM-Azcapoztalco
xelhuantzi73@hotmail.com
para mis compañeros de Pez Volador
Imagino una milpa en cuyas hojas está inscrito el devenir de nuestros antepasados, el aire la hojea. La niebla de la Sierra se dispersa en los cultivos como un saber escondido por siglos. Crece la milpa, las mujeres recogen mazorcas y las llevan en canastas. Sus niños las acompañan y los más pequeños, si tienen frío, se cubren bajo sus huipiles.
Hemos llegado al nudo mixteco de Oaxaca, estado con 16 pueblos indígenas, donde viven los Triquis bajo sus propias formas de organización. La realidad de la región es más abrumadora que el ideal; muchas indígenas han abandonado el campo, se ha destruido el tejido social donde una de las prácticas principales era que ellas se dedicaran al resguardo de las semillas, para volverlas a sembrar en buenos tiempos. Con la llegada de los productos transgénicos, ahora la semilla es estéril, valuada en dinero que por rol le corresponde al hombre administrar. Se pierde la tradición, se pierde el saber y el hambre aumenta. ¿Culpa de la modernidad? Ahora muchos indígenas se trasladan a las ciudades, desplazados por la desigualdad y la pobreza, en donde se les discrimina y se olvidan las lenguas autóctonas.
En la comunidad de San José Xochixtlán, un niño triqui camina a la escuela. ¿Qué lleva en las manos? Una semilla como un libro. La mira detenidamente, lee en su forma el futuro de la germinación. La semilla concentra un principio desencadenante y articulador de identidades, amistades, sueños y esperanzas. Antes de entrar a su clase, hace un agujero y mete la semilla hasta que su dedo se halla oculto en aquel ojo de la tierra. Ahora la semilla se transformará en saberes distintos. Primero emergerá una pequeña plántula, el rocío de la niebla le irá formando alrededor gotas como palabras de la lengua triqui. Temperatura, luz, oxígeno y agua harán su parte. Lo mismo el esfuerzo, la constancia y la dedicación de las personas. Entonces, con el tiempo habrá un brotar de páginas que cuenten las historias ancestrales, hasta formar ese libro que el niño triqui ya conoce de memoria. Y sin embargo, la realidad es más abrumadora: el analfabetismo y la desnutrición siguen siendo verdugos de las comunidades.
De este modo, lleno de contrastes, deseo contar una historia de trabajo conjunto, donde pobladores y estudiantes, sociedad civil y autoridades comunitarias hicieron posible otro alimento, el del espíritu. Un acercamiento donde, a su vez, la experiencia me sacó de la universidad como aquel “refugio para todos los egoísmos y altruismos” (Benjamín, 1995: 125) y en su lugar descubrí la relación de los estudiantes con el trabajo social frente a otras concepciones del quehacer colectivo.
Como escritor, siempre me he encontrado cerca de los libros, pero para mí era una actividad íntima, despojada de todo argumento social. Sin embargo, hace poco menos de dos años, se consolidó un colectivo de estudiantes con el objetivo de hacer llegar acervo bibliográfico y audiovisual a comunidades indígenas. Entonces, simplemente, cambió mi concepción. Recuerdo que poco tiempo después de que Emilia me platicara de la idea, le llevé a su casa una caja llena con la enciclopedia de México y algunas novelas. Ya era uno de ellos. Recolectamos alrededor de diez mil libros de temas variados, producto de donaciones de editoriales y sobre todo de la sociedad civil.
Pero no sólo consistió en conseguir acervo, puesto que los libros son para ser leídos (no sirven como adornos y son estorbosos cuando están embodegados). Para este fin siempre es necesario que existan los espacios adecuados, difícil situación en comunidades indígenas donde nunca ha sido instalada una sola biblioteca, como era el caso de los triquis. Entonces comenzamos a buscar distintos apoyos. Por un lado, nos asociamos a una Organización No Gubernamental (ONG) llamada México Tierra Mágica (MTM), quien trabajaba con las comunidades triqui de la Sierra Alta desde 1998 y, por otro lado, buscando la infraestructura adecuada, comenzamos a elaborar un proyecto de equipamiento para bibliotecas comunitarias ante el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), donde existe un programa de infraestructura cultural desde 1998.
Los del colectivo proveníamos de una diversidad de carreras: Historia, Biología. Sociología, Cinematografía, Ciencia Política, Literatura, Estudios Latinoamericanos y también, por un tiempo breve, contamos con una bibliotecóloga. Así nos fuimos reuniendo cada vez más seguido y entablé amistad con todos ellos. Teníamos ganas de trabajar, lejos de las falsas promesas del asistencialismo y, con las comunidades, lejos del caciquismo que prevalece por encima de los usos y costumbres. Éramos, pues, testigos y actores del momento propicio para realizar un proyecto con pluralidad de propuestas e identidades, buscando disminuir, aunque sea un poco, la extrema inequidad de la sociedad mexicana.
Mis compañeros se enfocaron en el acercamiento a las comunidades indígenas, planeando junto con MTM a cuáles comunidades iban a ser destinadas las bibliotecas y en qué tiempos íbamos a lograr nuestro objetivo. Eso incluía, por supuesto, el convencer a las autoridades comunitarias de nuestra genuina intención de trabajar en beneficio de la población, pues es complicado ser alguien externo y al mismo tiempo querer aprender desde adentro, desde abajo. Las comunidades de San Andrés Chicahuaxtla, San José Xochixtlán, Santo Domingo del Estado, San Isidro del Estado y San Martín Itunyoso, entonces se convirtieron en los puntos cardinales del proyecto.
Por mi parte, confiado en la preparación que tenía como estudiante (¿cómo conciliar el contexto de la universidad con los nuevos procesos sociales?), entré a trabajar como analista de proyectos en el CONACULTA. Así también, desde adentro de la institución, nos sería más factible conocer el programa y aprovechar todas las vías para la aprobación de los recursos. Empecé a elaborar el proyecto, tanto de aciertos propios como incorporando experiencias anteriores, con una extraña rutina burocrática que poco a poco fue formando una voluminosa carpeta. Después del horario laboral, me quedaba en las oficinas explorando proyectos similares al nuestro. Me di cuenta que en realidad éstos eran pocos y –a excepción del Museo Comunitario del Niño en Santa Ana del Valle, Oaxaca, y una biblioteca municipal en Tepeapulco, Hidalgo– habían tenido demasiadas complicaciones para ser aprobados.
En nuestra primera incursión a la Sierra, conocimos a Josefino, enlace principal de las comunidades con MTM. Un profesor triqui que ha ido a la Organización de las Naciones Unidas a plantear las adversas condiciones de los pueblos indígenas, tanto en salud como en educación, contrastando el discurso oficial. Nos ofreció su casa, conocimos a su familia y nos llevó a las comunidades para que conocieran y apoyaran el proyecto con voluntad humana y, en el caso de las autoridades, con voluntad política. Por propuesta de Josefino, durante las Asambleas de las comunidades se discutió la creación de las bibliotecas y para nuestra llegada nos enteramos que ya se tenían asignados los espacios, además de sus responsables. De esta forma se concretó el sustento jurídico del proyecto, aquél que se expresa en los Derechos de los Pueblos Indígenas.
En la comunidad de Chicahuaxtla nos mostraron el espacio que habían destinado para la biblioteca. Construcción de un piso en cuya pared exterior se halla pintado un mural, donde resaltan una mujer y un hombre triquis sosteniendo cada quien una mazorca y dirigiendo sus miradas hacia un gran rostro indígena con una cicatriz que le desborda la frente y la barbilla como un rayo. Pensando en el significado del mural, caminé hasta la Agencia Municipal y nos encontramos frente a un cartel que decía Tequio, es decir, el trabajo comunitario no remunerado sino por el reconocimiento de la comunidad, donde se convocaba a los maestros albañiles a construir una barda en el camino. Con el Tequio tradicional logramos resolver el principal obstáculo para lograr el apoyo, ya que el programa exigía que las comunidades aportaran recursos propios. Bajo el concepto de mano de obra, estuvieron las manos laboriosas de los triquis.
Durante el segundo viaje a las comunidades, nos dedicamos a clasificar los libros, que ya se habían enviado a la cede de la ONG. En un fin de semana logramos reagrupar diez mil libros en temáticas generales como Historia, Biología o Literatura (recuerdo títulos de Borges, Cortázar y otros que desearía ir a la Sierra para leer). Al mismo tiempo llevamos a cabo un taller para los responsables bibliotecarios, exponiendo un método para la catalogación de los libros, así como, en términos generales, cómo se presta el servicio de biblioteca, esperando que sea la experiencia comunitaria la que más aporte en este sentido, complementando la orientación que como universitarios pudiésemos dar.
Actualmente se encuentran equipadas y en condiciones de prestar servicio, cuatro de las cinco bibliotecas originalmente planeadas. Los motivos porque la biblioteca comunitaria de San Martín Itunyoso esté pendiente, han sido el poder y la violencia. En las pasadas elecciones en Oaxaca, importaron más los intereses partidistas que la voluntad de los pobladores y se ha desatado, ante la mirada indiferente del Instituto Electoral estatal, una situación de ingobernabilidad permanente. Aunque los Triquis exigen sus derechos como pueblo indígena, impera el temor. En nuestra tercera incursión, un joven triqui nos ha comentado el problema desde su perspectiva (lo cual también nos permitió ver los límites de nuestra capacidad de acción). Cansado de los fraudes, asesinatos, rencillas políticas y de la exclusión, buscó junto a su comunidad un cambio de estas prácticas, intentando el consenso; pero lamentablemente esto ha devenido en un costo de sangre. A pesar de esta adversidad, él también es un responsable bibliotecario que ha puesto un empeño muy personal en el proyecto. Todos pensamos que las bibliotecas comunitarias pueden aportar una solución más de conciencia que de influencia, más en contra de la ignorancia y más en favor de la identidad indígena.
Ideas que son semillas, semillas que son libros, libros que son el universo donde caben todos los mundos posibles: los Triquis como amigos, las esperanzas como bibliotecas, los sueños como razones para buscar nuevas formas de entendimiento. Por mi parte, renuncié al ámbito burocrático, he regresado a la universidad y mi corazón se ha quedado en la Sierra. Mientras escribo esto, pienso en aquél niño triqui llamado Niséforo, en buscar más apoyos, en escuchar al otro, en el empeño de aprender una lengua indígena, cercana a la capacidad creadora de la memoria colectiva; una historia que pueda germinar siendo un libro
Siguiendo a Walter Benjamín, al universitario se le asigna un sentimiento del deber separado del espíritu de la comunidad, delimitando su compromiso ético con la escalada hacia el ser profesionista; abocado al desarrollo intelectual, en el mejor de los casos. ¿Pero sólo basta el certificado de estudios para realizar nuestro papel histórico como estudiantes? Si en las comunidades indígenas existe el Tequio, habríamos que asumir una verdadera orientación hacia el trabajo social, aprendiendo desde abajo, dentro y fuera de nuestras aulas. Ante al aprendizaje impuesto, por encima de aquél imaginado desde nosotros mismos, acudo de nuevo a la literatura y recomiendo lo que André Malraux, viajero imaginario, propone sin titubeos: vivir las ideas. Al vivirlas, habremos de descondicionarnos de cualquier saber falso, producto de un estudio sin búsqueda genuina, y nos adentraremos en la experiencia radical de nuestro espíritu.